miércoles, 20 de agosto de 2008

Simple vida

Nací en la madrileña calle Jorge Juan.
Sin apenas tiempo para acostumbrarme a la vida, me envolvieron en una mochila y me introdujeron en una furgoneta. Me faltaba el aire, pero tenía claro que no me iba a rendir. Se hizo cargo de mí un señor mayor, canoso y de aspecto serio. Apenas me dedicó una mirada y mucho menos la sonrisa que necesitaba.
Por fortuna, no tardaron en llegar mis primeros padres adoptivos. Eran unos muchachos jóvenes a los que se les veía siempre contentos. Para celebrar nuestra unión decidieron que realizásemos una romántica escapada a París. Pero apenas vi la luz en la ciudad de la luz. Estuve en un pequeño recinto en la habitación del Hotel. Aquello era incómodo, pero no me rendí.
Al regresar a Madrid, me dejaron en una de las tiendas del aeropuerto. Me apenó mucho, porque, a pesar del abandono de París, esos chicos me caían bien.
Sin tiempo para digerirlo, ya estaba en manos de mi siguiente madre adoptiva, una mujer de armas tomar, segura de sí misma, guapa, esbelta y elegante que acostumbraba a vestir con traje chaqueta. Es curioso, pero el recuerdo más grato que guardo de ella es lo bien que olía.
Pasamos varios días juntos hasta que decidió dejarme en una gasolinera. El paso del perfume al gasoil fue un impacto que aún no he superado. El dueño de la gasolinera, mi nuevo padre, me tocaba con sus manos rudas, y grasientas. Sus sucias uñas me causaban arcadas. Pero él no parecía ser consciente y no dejaba de acariciarme.
Una mañana, mi padre se enzarzó en una discusión con un señor enmascarado por mi culpa. Entre gritos y caras de pánico se oyó un estruendo y mi padre cayó al suelo. Entonces el hombre de la máscara me agarró con fuerza y, en volandas, me llevó corriendo hasta su coche. Me dejó en el asiento de su lado y condujo a una velocidad desorbitada a pesar de que yo no llevaba ninguna protección. Pronto se oyeron sirenas y el enmascarado, que ya había descubierto su cara, se ponía cada vez más nervioso y le caían enormes gotas de sudor por todo su rostro. El enmascarado hizo un giro brusco y no pudo evitar el camión que venía de frente. Vi la luz, aunque no me rendí. Las sirenas sonaban próximas y cada vez eran más. Un señor vestido de azul sonrió al verme y me escondió. Estuve varios días con él, hasta que decidió deshacerse de mí en un bar al que acudía cada tarde. Pasé a manos del camarero, quien no me prestó mucha atención, algo a lo que ya estaba más que acostumbrado. No tardó en dejarme a merced de un treinteañero de aspecto angelical que me hacía mucho daño, me apretaba muy fuerte y parecía que le gustaba olerme profundamente. Era una sensación muy desagradable y cada vez lo hacía más a menudo. Una mañana me dejó en manos de un chaval de apenas veinte años que conducía una pequeña moto. Aunque las motos me daban miedo, me sentía muy protegido. De la moto me pasaron a un coche y de este coche a otro mucho más elegante, el coche más elegante que he visto en mi corta vida. Me llevaron por una carretera de tierra que finalizaba en unas grandes puertas de hierro. Cuando se abrieron las puertas, apareció una enorme casa rodeada de fuentes y una enorme piscina tan azul como el cielo. Y allí es donde actualmente me repongo de mi corta e intensa vida, amontonado entre fajos de billetes de 100€, pero yo no soy uno más, yo soy especial.