martes, 8 de marzo de 2011

Cazador cazado (un título muy original)

Llevábamos ya cuatro días en aquella recóndita playa, alimentándonos únicamente a base de cocos que encontrábamos en el suelo y de agua que íbamos a buscar a un riachuelo que corría unos cientos de metros tierra adentro. Nos resistíamos a renunciar a aquella playa. Desde ella podía divisarse aún parte de la cola de la avioneta que había quedado semihundida con el morro clavado en los arrecifes donde debían estar también los cuerpos del piloto y del quinto pasajero, el novio de Marta, que fallecieron en el violento amerizaje.

En nuestra última visita al aparato habíamos rescatado una vieja emisora portátil de la cabina, por suerte, los cuerpos no estaban ya allí. El artilugio no funcionaba y no sé si la habría hecho antes del choque, lo mismo era solo una vieja reliquia que el piloto había conservado allí como recuerdo. Al sacarla de su funda de cuero descubrí sus enormes baterías hinchadas. Sabía que no había nada que pudiera hacer para arreglarla, pero nos resistíamos a deshacernos de ella, como si aquel cacharro representase nuestra última posibilidad de comunicarnos con el exterior.

Pero ahora, nuestra situación era crítica y tenía que tomar una decisión si quería que al menos algunos de nosotros quedase con vida para cuando llegase el ansiado rescate. Acababa de amanecer, las tres mujeres seguían durmiendo en el raquítico refugio que habíamos logrado construir entrelazando unas pocas cañas con unas hojas grandes de una planta que crecía en abundancia por los alrededores. Era apenas un pequeño techo, algo provisional. Aquella noche me había abandonado el sueño desvelado por una idea. Tenía que abrir aquella radio y sabía que ellas no me dejarían hacerlo, pero aquella era nuestra única posibilidad, así que recogí la vieja emisora y me alejé del chamizo con ella.

Me fui detrás de unas rocas que quedaban a la parte sur de la playa en busca de tranquilidad. Quizá pudiese hacer allí lo que había pensado: destripar aquella radio para sacar de sus entrañas algunas viejas bobinas de las que utilizaba para modular sus emisiones y volver a montarla sin que se notase. Cogí la pequeña navaja que siempre me acompañaba y logré sacar los tornillos de la tapa que cubría la trasera de la emisora, con más esfuerzo del esperado, pues a causa del tiempo y del herrumbre del agua, estaban muy oxidados. Busqué en la parte posterior de la placa del circuito y localicé enseguida las bobinas, sabía que cada una de ellas podía estar formada hasta por unos metros de alambre, era una suerte que fuese tan antigua, en los modelos modernos se habían sustituido desde hacía mucho tiempo las bobinas por diminutos transistores, que en aquellas circunstancias, no habrían valido para nada, pero aquel trozo de alambre quizá podría salvarnos la vida. Arranqué tres bobinas, las que me pareció que estaban hechas de un hilo más grueso, volví a cerrar la tapa y devolví la emisora a su sitio con sigilo. Al acercarme a la cabaña oí sus respiraciones, nadie se había despertado, podía seguir trabajando en mi plan, y si tenía éxito quizá me perdonasen aquella fechoría. Volví a mi refugio entre las rocas y empecé a trabajar con la primera de las bobinas. Deslié el filamento cuidadosamente y obtuve algo más de medio metro de resistente alambre, tenía que servir. Al terminar con las tres bobinas obtuve material suficiente para fabricar media docena de lazos. Me adentré con ellos en dirección al riachuelo donde había visto dos días antes merodear aquella especie de marmota. Coloqué los lazos donde me pareció que podían ser mas efectivos y volví a la playa. Solo quedaba esperar y rezar.

Visitaba mis trampas tres veces al día sin obtener resultado alguno. Habíamos añadido a nuestra precaria dieta los tubérculos de una planta cuya hoja recordaba a la patata, eran grandes y de sabor dulzón, y aunque su carne era áspera y dura, nos mantenían en pie. Nuestros intentos de pescar habían sido del todo infructuosos, pero la cría, Aurora, había encontrado entre las rocas de la playa un especie de cangrejo y unas pequeñas lapas que hervíamos usando la cáscara de los cocos a modo de cuenco y que también formaban ahora parte de nuestro raquítico menú.

Cada mañana, tras ingerir nuestra ración de coco, intentábamos poner en marcha la vieja emisora, encendiéndola y haciendo girar sus ahora estériles ruletas sintonizadoras, como siguiendo un inútil ritual creado con la única finalidad de mantener alimentadas nuestras exiguas esperanzas. Terminado, como siempre, sin ningún éxito el ritual, cogía mi rústica lanza y me acercaba al río con la excusa de intentar cazar alguna presa. Me alejaba del hogar haciendo oídos sordos a los irónicos saludos que me dedicaban a mis espaldas las mujeres.

Pero aquella mañana algo cambió. Al acercarme a la zona donde estaban mis trampas vi una cosa moverse en el lazo que había colocado más cercano al agua, entre la vegetación que rodeaba la ribera del riachuelo. Al verme llegar, el roedor que había quedado atrapado en el lazo por una de sus patas traseras, comenzó a batirse desesperadamente, revolviéndose y girando sobre la pata atrapada, con tal violencia que temí por el aguante del lazo. Salté hacia él, sujete el alambre pisándolo con el pie y le ensarté mi lanza. Solté el cuerpo inerte del animal de la trampa y volví a recomponerla lo mejor que pude. Se trataba de sin duda de alguna clase de roedor, algo más grande que un conejo, de una especie que recordaba haber visto alguna vez en una visita al zoo de la ciudad y de la que no recordaba su nombre. Pero no me importaba, ahora era mi presa. Apoyé la pica con el animal ensartado en ella sobre mi hombro, y emprendí mi triunfal desfile hacia el campamento.

Después del banquete nos bañamos todos en la playa. Yo jugaba en el agua con Aurora a sus estúpidos juegos adolescentes, nos perseguimos y salpicamos hasta quedar rendidos, y nos fuimos luego a tumbar sobre la arena. Encender el fuego y preparar nuestro festín nos había llevado buena parte de la mañana, ahora era más de mediodía, cansado y satisfecho me dirigí a la choza comunal a echar mi siesta diaria a salvo de los rayos solares, mientras que las tres mujeres se quedaban charlando en la playa como queriendo mejorar su obligado bronceado, lo suficientemente alejadas de la cabaña como para que sus voces no importunasen mi merecida siesta.

Pero esta vez algo cambió, cuando estuve tendido en la arena sentí que alguien más entraba bajo aquellas cañas y se tendía a mi lado. Sin mediar palabra, María, la madre de Aurora, se recostó a mi espalda y metió su mano ardiente bajo mi pantalón. "Aléjate de mi niña" fueron sus únicas palabras vertidas suavemente a mi oído, me di la vuelta hacia ella, pero hizo un leve gesto de silencio llevando el dedo índice a sus labios e inmediatamente después me besó. Llevé mis manos a sus grandes pechos maternales, María era mayor que yo, pero conservaba el buen cuerpo de una divorciada que aún se cuidaba, iba regularmente al gimnasio y se preocupaba por "mantener la linea"... y aquellas egregias tetas suyas hacían el resto. Monté sobre ella con la vehemencia que proporciona el deseo largamente contenido, un deseo que no había estado nunca dirigido hacia ella, pero aquello, en aquel preciso instante, no importaba demasiado. La poseí frenéticamente. El encuentro fue breve, sus tetas frotándose contra mi pecho y su pubis ardiente recibiéndome acompasadamente era mucho mas de lo que yo podía resistir. Ella apenas había dejado escapar unos pocos gemidos reprimidos. Al terminar volvió a besarme, se arregló la ropa y salió de nuevo a la playa, yo caí vencido por el sueño y por el agradable cansancio de aquella mañana.

Al despertar me bañé y me dirigí hacia el apartado rincón donde había dejado a las mujeres. Las encontré en silencio, algo del todo inusual, con el semblante serio y una actitud distante. Ninguna respondió a mi saludo ni siquiera la maternal María, como si aquello que acababa de ocurrir hacia solo unas pocas horas hubiese sido solo fruto de mi imaginación. Les dije que me dirigiría al río a buscar un poco de agua, la carne quemada de aquel roedor había dejado reseca mi garganta. Para mi sorpresa, Marta se ofreció a acompañarme.

Llegamos en silencio al río y subimos un poco hasta pasar el primer recodo, donde el agua daba un pequeño salto en el que llenábamos nuestras botellas. Esperaba la bronca de Marta. Aún con todo el cuidado que había tenido María, sabía que habían podido oírnos, y probablemente aquello le había dolido, a pesar del distanciamiento que Marta había mantenido conmigo desde el accidente, como queríendome culpar por haber permitido a su novio ocupar la plaza delantera de la avioneta que había sido mi sitio. Yo no tenía la culpa, él me lo había pedido, había insistido, yo solo intentaba ser amable, no era justo que me culpase a mí de su muerte.

Yo nunca me había fijado en María, desde que habíamos llegado a aquella playa mis miradas siempre habían recaído en Marta, solo un poco más joven que yo, de cuerpo escultural, era imposible para mí no quedarme mirándola cuando salía del agua con la ropa de baño empapada. Yo intentaba fijar mi vista en cualquier otro lado, pero todos mis esfuerzos eran inútiles, no podía evitarlo y ella lo sabía, tenía que haberlo notado, estaba seguro. Ahora de repente todo había cambiado. María me había echo una ofrenda que yo no había podido rechazar, y yo no sabía como podía reaccionar conmigo Marta. Esperaba una bronca, una amonestación, no sé.

Lo que no había esperado de ninguna manera era aquella mirada felina clavada en mi al volverme para mirarla fijamente. Yo permanecía expectante, sin permitirme ni siquiera pestañear. Marta de pie se sacó la camiseta dejando sus turgentes senos al descubierto. "Ven aquí", fueron sus únicas palabras. Tendí mi mano hacia ella y me arrastró suavemente hasta el suelo. Nos desnudamos completamente y besé extasiado todo su cuerpo. "¿Por qué?" me preguntaba, "¿Por qué ahora?". Pero aquello no tenía importancia. Solo aquel cuerpo largamente deseado importaba, ahora lo tenía entre mis manos y no había nada más. Al contrario de lo ocurrido a mi anterior encuentro, Marta no se tomó ninguna molestia en silenciar sus gemidos mientras yo lamía ávidamente su pubis, sino que parecía más bien exagerarlos, como queriendo hacer saber a toda la isla de nuestra cópula. "Eso era", pensé. "Soy su trofeo y quiere hacérselo saber a María. Ahora lo entiendo". Incitado por sus quejidos, la penetré con violencia, y acompañé sus gritos con los mios dejándome llevar sin pudor alguno por el fragor del encuentro. Me dio la vuelta, pasó sobre mí y me montó. Sus pechos bailaban al compás frenético de sus caderas y yo concentraba toda mi voluntad en hacer frente a sus embestidas. Con nuestros cuerpos sudorosos por el combate, la vi llegar al climax. Se curvó sobre su espalda, quedando tensa como un arco para desplomarse acto seguido sobre mí. Pero su triunfo no había sido completo. Mi reciente encuentro con María me había proporcionado una resistencia que ella no esperaba encontrar. Convencida de conseguir su victoria, bajó su cabeza, besó mi pecho primero y continuó hasta llegar a mi miembro, que tomó entre sus manos y se llevó hasta lo más profundo de su garganta. Ni siquiera eso bastó. Cansada por el esfuerzo, Marta volvió a mi altura. Con mi miembro aún en su mano me dijo, "Estoy ovulando, no puedo dejar que te corras dentro". Yo la giré. Probé suerte fregándome vigorosamente contra su magníficas nalgas, esperaba su resistencia, pero no la encontré. Al contrario, asió mi berga y la dirigió a su culo, "Despacio" me dijo, y la penetré cuidadosamente, al principio. Ella mantenía su mano en mi pubis impidiéndome profundizar demasiado. Aquello me causaba una tremenda insatisfacción que no pude soportar por mucho tiempo. Incrementé mis embestidas exaltado por sus impúdicos gritos, aumenté el ritmo dejándome llevar por un frenesí desconocido, hasta que alcancé el orgasmo. Caí exultante y completamente rendido junto a su cuerpo jadeante.