Callos
Finalmente se decidió por aquel bar. Le llamó la atención la vieja madera pintada a mano que franqueaba la puerta a modo de letrero. “Bar Jiménez”, con letras de estilo gótico. Debajo, ligeramente ladeada una frase con claros tintes de orientación al cliente: “Los mejores callos de la comarca”.
Accedió al local con paso decidido. Una rápida ojeada de izquierda a derecha le sirvió para tener un enfoque panorámico y realizar un análisis de la situación. El camarero, de espaldas, se había percatado de su entrada por el reflejo en la cafetera, un gesto que demostraba llevar años desempeñando su oficio. Al final de la barra dos abueletes bebiendo un chato de vino discutían sobre los resultados de las últimas elecciones. Un par de metros a su izquierda, un hombre de mediana edad tomaba una caña de cerveza mientras ojeaba el diario deportivo. En el otro extremo, un jubilado apuraba su quinto, con rostro serio y de pocos amigos.
Decidió colocarse en el centro de la barra, en la distancia media entre los solitarios. El camarero se giró y le dio su particular bienvenida.
- Muy buenas, ¿qué va a ser? – dijo enarcando una ceja en lo que podía ser un movimiento estudiado o un tic de nacimiento.
- Póngame un quinto, por favor.
- Ahora mismo – Dio un par de pasos, sacó el botellín de la nevera, lo abrió y se lo puso delante de una forma totalmente robotizada. Cogió una bandejita metálica abrió un bote de cristal grande que contenía garbanzos y se los puso al lado del quinto.
- Gracias, muy amable.
- ¿Usted no es de por aquí, no?
- Pues no, ¿tanto se me nota?
- Hoy día no es muy habitual que te den las gracias. Y en este barrio mucho menos. – Dijo desafiando a algún cliente que se diese por aludido.
- No cuesta nada darlas. Y hoy día tampoco es muy habitual que te pongan acompañamiento con la bebida.
- Lo bueno se pierde amigo. Hace años te podías tomar un par de cervezas en cualquier bar y te ibas comido a casa. Hoy quedan pocos bares en los que te pongan tapa. Lo bueno se pierde – repitió y se giró dando por zanjada la conversación.
Apuró su cerveza y buscó con la mirada al camarero.
- ¿Ya se marcha, amigo?
- Sí, debo irme. ¿Qué le debo?
- Son setenta y cinco céntimos.
- Quédese con el cambio – dijo, dándole una moneda de euro.
- Gracias hombre. Boooooooooteeeeeeeee – gritó al tiempo que tiraba de un cordel que hacía sonar un cencerro.
- De nada. – contestó un poco perplejo por la parafernalia que había montado con la campana. - Por motivos de trabajo voy a estar por aquí unos cuantos días. Me pasaré a probar esos callos.
- No se arrepentirá, amigo mío. Los callos Jiménez son únicos en la comarca – dijo señalando al eslogan impreso en el servilletero.
* * *
Al día siguiente volvió más o menos sobre la misma hora. Esta vez había más gente en el bar, contó ocho personas, además del camarero y él.
- Muy buenas amigo, ¿le apetecen esos callos?
- Hola. Creo que va a ser mejor dejarlo para otro día, tengo el estómago algo revuelto.
- Lo mejor para el dolor de barriga es comerse un buen bocata de jamón ibérico y bajarlo con un buen vaso de vino.
- No suena mal, pero mejor póngame un quinto.
- Como quiera amigo. ¿Le apetece algo para picar?
- No, gracias.
Apuró su quinto y dejó un euro encima del mostrador, esta vez sin despedirse del camarero.
* * *
Cuando entró en el bar al día siguiente fue directo hacia el taburete que vio libre en el centro de la barra.
- Amigo mío, parece que haya visto un fantasma, ¿se encuentra bien? – dijo el camarero al verle.
- No es nada, sólo un mal día – contestó con mirada ausente. – Póngame un quinto por favor.
- Ahí tiene – el camarero le puso la cerveza acompañada de una bandeja de cacahuetes y se fue hacia el extremo opuesto de la barra. Continuó rellenando los palilleros.
Observó con detenimiento a los clientes apoyados en la barra. Algunas caras ya las conocía de los dos días anteriores, a otros los veía por primera vez, “tan diferentes y tantas cosas en común, si se percatasen de lo similares que son…”.
- ¿No le apetecen unos callos, amigo mío? – dijo el camarero que había aparecido como un espectro.
- No, no tengo hambre, pero gracias. – contestó, saliendo de su trance.
- ¿Así que un mal día? – dijo soltando el trapo en la barra y adoptando una postura de relajación.
- Sí, hay días que odio mi trabajo.
- Si yo le contase amigo mío. Más de cuarenta años llevo detrás de la barra y le aseguro que las he visto de todos los colores.
- ¿Ha pensado en escribir un libro? Seguro que tiene un montón de anécdotas interesantes que explicar. Cuarenta años dan para mucho.
- Escribir no va conmigo. La última vez que lo hice fue para felicitar las navidades a mi hermanica del pueblo. Y de eso hace una eternidad. Y con los avances de hoy día no podría.
- Hay cursillos para aprender a manejar el ordenador.
- Poco tiempo y menos ganas, amigo mío, eso es lo que tengo. Las anécdotas las explico desde aquí, a mi público que son mis clientes, y quien quiera escucharlas que venga y pague su consumición.
- Me parece una buena política – dijo sonriendo, al tiempo que se miraba el reloj. – Bueno, debo irme, mañana vendré a escuchar alguna buena anécdota. – Apuró el quinto y dejó un euro en la barra.
- Hasta luego amigo mío.
* * *
La mañana del 13 de octubre comenzó como cualquier otra. Hacía años que para levantarse a las 7:20 no le hacía falta el despertador. Su reloj biológico tenía bien aprendido el horario. Se giró hacia su mujer, que continuaba dormida y le dio un beso en la sien acompañado de un susurro de “buenos días”. Se incorporó, se puso las zapatillas y fue al cuarto de baño. Se dio una ducha de agua tibia, se puso el albornoz y se afeitó mientras escuchaba las noticias en la radio “retención de 3 kilómetros en la entrada de la Ronda de Dalt a la altura de Trinitat” lo de cada mañana ¿es que no pueden hacer algo para remediarlo? Pensó para sí mismo.
Picó con los nudillos a la puerta de la habitación contigua y gritó “Buenos días, venga arriba, hace un día precioso”. Fue hacia la cocina y comenzó a preparar el desayuno. Café con leche para su mujer, café solo él y un cola cao para su retoña (ya tiene 15 años, ¡cómo pasa el tiempo! Recuerdo el día que nació como si fuese ayer y ahora está en plena edad del pavo). Sacó una bolsa de magdalenas y una caja de galletas y las puso en el centro de la mesa. Mientras se calentaba la leche fue de nuevo a la habitación y esta vez picó a la puerta con mayor energía “venga, no seas gandula, levanta que el desayuno está en la mesa”. Al mismo tiempo su mujer aparecía por el pasillo con un albornoz y una toalla liada en la cabeza, “Buenos días mi amor”.
Desayunaron los tres viendo las noticias del telediario. Su mujer comentó que antes de ir al Mercado se pasaría por casa de su hermana a que le enseñase a acabar los flecos de la dichosa bufanda que llevaba tejiendo desde antes del verano.
Su hija comentó que ese día visitaban una exposición de pintura en un museo de la ciudad. Lo decía con un tono feliz y aquel brillo en los ojos que tanto le gustaba a su padre. Entre bromas los padres le sacaron que el motivo de la alegría era que estaba “enamorada” de su profesor de arte, el que organizaba la excursión.
Se despidieron los tres en la cocina cuando llamó al timbre la amiga de su hija. Como cada mañana se iban juntas al instituto. Dio un beso a su mujer y se marchó en dirección opuesta a la que había emprendido su hija. Anduvo dos calles y llegó al quiosco.
- Buenos días
- Muy buenas, ahí lo tienes- dijo sonriendo el quiosquero señalando con la mirada el diario deportivo. En la portada Ronaldinho con una corona de rey.
- Anda que si no es por éste ibais a hacer mucho.
- Claro, claro – dijo el quiosquero – será que el resto son cojos.
- Mira lo que les pasó a los galácticos, a ver si os sirve de ejemplo.
- Tranquilo, que me da a mí que estos tienen los pies bien puestos en el suelo.
Le pagó un euro y se marchó, “esto va por rachas, ya vendrán tiempos mejores”. Al girar la siguiente calle apareció el cartel “Bar Jiménez”. Se agachó para subir la persiana y abrió el local.
El día no estaba yendo mal, por la mañana había servido más cafés (y carajillos) que de costumbre, y a partir de las 12 comenzaban a organizarse corrillos. Su mujer se estaba retrasando y había faena por hacer, pero aún no era preocupante, podía valerse por sí mismo. A medida que servía cerveza y vino iba rellenando los palilleros, los servilleteros, limpiando la barra y reponiendo bebida en las neveras.
- Buenos días amigo mío – exclamó sorprendido al verlo aparecer
- Muy buenas… y gracias, ¡que rapidez! – dijo al ver el quinto ya abierto encima de la barra.
- Le advierto que hoy los callos están espectaculares, siempre están mejor de un día para otro, ¿quiere probarlos?
- No gracias, por ahora no.
- ¿Y qué tal, cómo le va el trabajo por aquí?
- Bien, aunque hoy ya acabo. Es mi último día.
- Vaya, ¿tan pronto?
- Sí – dijo con voz seria y mirándole a los ojos.
- Esperaba que estuviese más tiempo por aquí.
- Así son las cosas…
- Bueno, ¡qué remedio! – dijo el camarero rehuyendo la mirada – Voy a servir a ese corrillo que los tengo secos.
- Debemos irnos.
- ¿No vas a dejar que me despida de mi mujer?
- Lo siento.
- Bueno, supongo que así son las cosas – dijo fríamente, aunque con el corazón destrozado – Son muchos años en este bar, ¿sabes?, déjame al menos que ponga la última ronda.
- Bien. Hazlo.
El camarero se giró, abrió la nevera, sacó cuatro quintos y los puso encima de la barra al tiempo que retiraba los botellines vacíos. Fue a la cocina, cortó cuatro rebanadas de pan, les echó un hilo de aceite de oliva por encima y buscó el cuchillo jamonero. Cortó cuatro lonchas de jamón y las puso encima de las rebanadas de pan y sirvió el plato al lado de los cuatro quintos “Esta ronda corre de mi cuenta, buen provecho”. Se quedó varios segundos mirando al bar, con la esperanza de ver a su mujer apareciendo por la puerta.
- Debemos irnos.
- Bien, vamos – dijo con voz entrecortada - Vaya, ¡entonces es verdad eso del túnel!
by Lillo

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