jueves, 8 de septiembre de 2011

La Alpujarra

Veranear en la Alpujarra es como realizar un viaje espacio-temporal. Viajas en el espacio porque a medida que asciendes respecto al nivel del mar vas notando como el peso de la gravedad se distorsiona. Cuando llevas allí un par de días tienes la sensación de que vas flotando, como un hippy de acampada en una plantación de maría. La Alpujarra es vertical. Allí lo único que está en plano es la barra del bar. Así que, con estas premisas ya podemos ir componiendo un patrón de alpujarreño: el Gran Lebowsky con los gemelos de Conan.

Y viajas en el tiempo porque a medida que vas callejeando por los estrechos recovecos de los pueblos blanquecinos involucionas hacia los años 70. Las bicis siguen siendo las BH que utilizaban Pancho y Desi. Los transeúntes van ataviados con prendas de películas de la época del destape (que vienen las suecassssss!!!). Lo único que te hace volver al siglo XXI son los carteles (generalmente tallados en madera) que anuncian que el establecimiento dispone de WIFI. Eso sí, no trates de buscar un ordenador en 50 millas a la redonda, es un tiempo perdido que perfectamente se puede invertir echando cañas.

Pero lo mejor de la Alpujarra no es ni una cosa ni la otra. Lo mejor es esa característica tan especial que tienen los alpujarreños de vivir a su ritmo. Que hacen que cualquiera a su lado pueda salir en la portada de la revista Emprendedores. Ahí es cuando te planteas que has vivido engañado durante muchos años, concretamente desde tiempos inmemoriales en los que te han colgado las etiquetas de “pachorra”, “perro”, “vago”, “dejadillo”, “ganso”, “holgazán”, “gandul” o cualquiera que se les parezca. Y es que los alpujarreños están a otro nivel, juegan en otra liga. Ellos no son pachorras, simplemente viven a menos revoluciones. Es como cuando tu walkman aiwa se quedaba sin pilas “queeosspongoochaaavaleee…” “deequéeequereilatapillaa”.

Interior de un supermercado. Día laborable en pleno mes de agosto. 19 horas aproximadamente. Me planto delante del dueño del súper y le lanzo la siguiente cuestión: “¿tienen hielo?”. Como pregunta lo tiene todo. Corta, precisa, directa y además con buena entonación. Seis segundos después (al ritmo alpujarreño pueden resultar eternos), las neuronas del señor, que hasta el momento estaban a gusto echando la siesta, deciden trasmitirle la consigna al cerebro. Es entonces cuando se produce una reacción en cadena que genera sendos movimientos acústicos y sensoriales, hasta que el hombre atina a balbucear: “mhanfalladounosproveedoreeee”. Noto como mis neuronas, que están en chanclas y bermudas, se ponen tensas al procesar la respuesta. “Warning, warning, nos han pillado en servicios mínimos, a ver cómo salimos de ésta”. En mi cerebro se decide abrir un concurso de neuronas para elegir la mejor réplica, pero queda descartado por falta de participación (consecuencias de la Alpujarra). Así que elijo la que primero me pasado por la cabeza, que dicen que es la que cuenta: “¿Pero tienen o no?”. Mi reiteración en la pregunta inicial genera un cierto estado de nerviosismo en mi interlocutor. Me mira fijamente a los ojos como diciendo “lástiima que yaaa teneeemoooo uuuun tonnnonto del puebloooo poooorque encajabaaasss a la perfessióooon”; pero eso, lamentablemente, no lo puede decir en alto. Sabedor de que no abandonaré el local hasta que obtenga una respuesta, continúa con el duelo de miradas y opta por buscar una salida digna. Coge el teléfono móvil que lleva ceñido al cinturón y procede a marcar alguna tecla. “A veeer cóoomo se llamaaaba éssste, ah sí, Antoooonio, por la Aaaa”. Yo que permanezco pétreo, pongo cara de “suerte has tenido que es la “A” porque si se llega a llamar Francisco antes de encontrar la “F” ya te hubieses cansado”. El hombre pulsa la tecla verde y se retira dos pasos, lo suficiente para marcar distancias y dejarme escuchar la conversación. “Antonioooooo! ¿no ibass a traeeee hieelooo?” (permanece en silencio otros seis eternos segundos procesando la respuesta). “Ahhh! Mañaaaana. Es que tengooo aquí a un cliennnte”. Y en ese momento me mira con una pseudosonrisa. Estoy seguro que ha estado a punto de hacerme un guiño con el ojo, pero supondría quemar demasiada energía. Atónito total, le miro, y caigo en la cuenta de que el tal Antonio, proveedor de hielo, fijo que está pensando en las ganas de tocar los güevos que tiene el tal cliente, con lo a gusto que está el hombre echando cañas, que esta tarde iba a hacer el reparto pero se ha encontrado con Miguel “el acelerao” (este apodo se lo pusieron porque aún va más lento de lo que en la Alpujarra se considera normal) y se han sentado en una terracita a rememorar viejas batallas porque no se veían desde la hora del vermú. En fin, que allí permanezco, casi petrificado, haciendo gestos con la mirada al señor dueño del súper, tratando de transmitirle que por mí no es necesario que le joda la tarde al tal Antonio, que los gintonics que tenía planificados para la noche pueden esperar, que eso que se lleva el hígado, una noche de tregua en una semana lúdico-festiva-etílica-vacacional. A todo esto, el dueño decide recorrer el pasillo, aunque no estoy seguro de si continúa con la conversación o simplemente se está escaqueando. Para evitar tensionar más la cuerda, decido marcharme, no sin antes preguntarle a la cajera (esposa del empleado/jefe) que “si tienen hielo”. La esposa, que tiene las antenas más largas que una amantis religiosa y se ha quedado con toda la conversación, me mira con cara de malas pulgas y contesta “ prueba en el bar”. Moraleja: todo gira en torno a los bares.

Continuemos con la descripción de la Alpujarra y sus habitantes. Que vayan a su ritmo no significa ni mucho menos que sean lelos. Para ejemplo un botón. En la tetería del pueblo, el único té que estaba agotado era el de cannabis. Que así no me extraña que vayan con ese buen rollo todo el día. Que comienzas la mañana desayunando un bocata de jamón de Trevélez con una copilla de vino, empalmas con el vermú, te lías a echar cañas hasta que te percatas que se te ha pasado la hora de la comida, te pides unas tapas con unos chatos de vino y para acabar tarta de Whisky, un carajillo, copazo y un rosly; que cuando atinas a llegar a casa te haces un té de cannabis para caer redondo en la cama. No me extraña que no perdonen la siesta.
Pero hay más ejemplos. No sólo los alpujarreños están parametrizados así. A los animales también se les ha contagiado. Que estábamos un mediodía echando cañas tan a gusto y de repente oímos cacarear al gallo. A las cuatro de la tarde canta el gallo!!!!!!!! Vale que en el pueblo están de Fiestas, pero me parece un poco desproporcionado. Que a las cuatro de la tarde ya hace diez minutos que se ha despertado Paquirrín. Que parece que hayas cerrado todo los chiringuitos del pueblo y luego te hayas ido a algún after a Granada. Ya veo al gallo, colega de Guti, con sus fulas y con su camiseta de tirantes “Subidón en Lanjarón”.

Y hablando de fiestas vamos con otra anécdota. Regresábamos de Granada una tarde de estas frescas (el termómetro marcaba 47 grados) cuando de repente vimos una serie de coches parados en mitad de la carretera. Al bajar a comprobar de qué se trataba vimos un coche (BMW 320 para más señas), volcado en mitad de la carretera. El conductor estaba siendo atendido por una señora que le abanicaba y le daba sorbos de agua. Nos acercamos y, como haría cualquier ciudadano americano que sabe de primeros auxilios dijimos: “póngales los pies en alto”, a lo que el conductor rápidamente contestó “no, que me he roto el pie al saltar por la ventanilla”. (Abramos aquí un paréntesis porque el tema lo merece. A ver una cosa, tú vas circulando con tu BMW, el de te gusta conducir, por no sé qué razón el coche vuelca quedándose en vertical sobre las puertas del copiloto y tienes la gran fortuna de salir ileso. ¡Y cuando saltas del coche te rompes el pié!!!! Tío, la Wikipedia se está rebanando la sesera para buscarte una definición. Fin de paréntesis). Cuando nos acercamos al conductor nos viene un bufido aromático que indicaba que, o bien se ha echado un frasco entero de Brummel caducada, o bien se trataba de un faquir que ensayaba lo de echar fuego por la boca, o bien venía de las fiestas del pueblo de al lado con más cañas encima que en un especial de Jara y Sedal. La cuestión es que allí no dejaba de venir gente y la fila de coches cada vez era mayor. Cada cual decía la suya, y el 99% estábamos de acuerdo en que el personaje en cuestión venía tajao. El 1% restante era una monja que dio credibilidad a la versión del conductor, que podría titularse “POR CULPA DE LA CHINITA”. Y es que esta versión no tiene desperdicio. Resulta que el muchacho iba conduciendo tan plácidamente cuando topó con una chinita que le hizo volcar. Se tercia aquí otro paréntesis (a ver muchacho, ¿me quieres decir que una chinita ha provocado que salgas volando como los coches que perseguían al Equipo A? ¿Una chinita? Pero vamos a ver una cosa, ¿cuándo dices una chinita te estás refiriendo a una porción apenas perceptible de granito? ¿es eso? Porque si es eso permíteme que lo ponga en duda. Aunque quizás… Claro, ahora encaja todo… Tú venías con tu flamante BMW, con la mano por fuera de la ventanilla emulando al anuncio, y de repente se te ha cruzado una niña ojos rasgados morena con coletas, que iba con un par de bolsas y te ha dicho “aloz, celdo aglidulce, licol de lagalto”… Suerte que has tenido un finalfelí.
En resumen, que este año voy a invertir en primitivas y euromillones. Que como pille un bote me compro un cortijo (que no requiera muchos proveedores…). ¡Y que me despierte el gallo!.

Dedicado al tito Barbas y Mª José, por un verano cañero